Osito y Martín

Fue la única nevada de todo el invierno. La capa de nieve tenía casi tres dedos de grosor y crujía cada vez que Martín la aplastaba con sus pequeñas botitas de plástico azul. Un grueso abrigo del mismo color y su gorro de lana blanco, a juego con los guantes, le protegían del frío. Era poco más que un par de ojos jugetones asomando sobre la bufanda. Apenas habría notado la mano de mama si no hubiera sido porque ella le agarraba con fuerza, obligándole a avanzar y avanzar. El callejón era estrecho y silencioso, aunque podía escuchar el bullicio que le esperaba unos metros más adelante, en la calle Mayor. Incluso el resplandor de las luces navideñas que la decoraban les urgía a abandonar cuanto antes la oscuridad de aquel lúgubre atajo.

Fue entonces cuando Martín se dio cuenta de que Osito se había perdido.

En realidad fue a él a quien se le escapó. Giró la cabeza, asustado, para saber dónde estaba. Intentó empujar de mama para que se detuviera e incluso gritar, pero el ruido de la Navidad se impuso a sus gritos. Lo último que vio antes de abandonar el callejón fue a Osito, medio enterrado en la nieve, tan silencioso como siempre y con sus grandes ojos marrones abiertos. Los copos seguían cayendo sobre su pelaje, dándole una tonalidad aún más oscura al convertirse en agua. Osito no dijo nada. Sólo mantuvo su patita derecha extendida, como esperando que Martín volviera a  buscarle.

Martín lloró, lloró y lloró hasta olvidarle. Se convirtió en una anécdota, en unas risas para las comidas familiares cuando el niño se hizo mayor y en una mirada melancólica sin nombre concreto, porque Martín nunca llegó a conocerse lo suficiente como para descubrir a qué se debía la tristeza que le asaltaba con la llegada de las solitarias nevadas invernales.

Osito debió morir de frío o pulmonía, sin hogar alguno en el que poder calentarse junto al radiador. Nadie se preguntó nunca qué habría sido de él ni volvió a buscarle, por si hubiera sobrevivido a las bajas temperaturas. Su corazón de peluche quedó en manos de la luna, perdido en el callejón más oscuro de la ciudad.

Osito quería a Martín y sólo la fragilidad de su patas de poliester le impidieron ponerse en píe y salir corriendo detrás de él. Habría llorado, pero sus ojos eran dos botones de plástico sin glándulas lacrimales, y tampoco era capaz de hablar. Solo podía querer y ¿acaso no era aquella una habilidad inútil para un peluche perdido?

«Nunca fuimos soñadores, ilusos ni afortunados», se dijeron Raquel y Marcos poco antes de separar sus caminos. Ella rompió a llorar. Él no. Cosas de los tópicos. A él le entraron ganas de echar a correr, pero no sabía donde dirigir sus pasos, así que se quedó en casa. Ella quiso tumbarse en la cama y dormir hasta que llegara un mañana en el que todo brillara más, pero las paredes gritaban y gritaban. Al final se vio obligada a huir de su vida y de sí misma solo para dar esquinazo al dolor.

Osito les vio pasar a ambos, cabizbajos y temblorosos, pero ninguno si fijó en él. Estaban demasiado ocupados mirándose a sí mismos. Le hubiera gustado dejarse abrazar por ellos para que se sintieran mejor, aunque sabía que ahora no olía demasiado bien ni tenía buen aspecto. Ya no caía nieve, pero el agua se iba mezclando con la suciedad y él mismo había terminado por convertirse en una rata más de la calle.

Natalia veía pasear a su amiga Jimena arriba y abajo, como un sonámbulo condenado a no despertar jamás, solo que Natalia no conocía el significado de la palabra sonámbulo. Estaba triste por sus padres y echaba de menos todo de ellos. Las caricias, los abrazos, los besos, el olor del pelo de mama y las cosquillas que le hacía la barba de papa. Natalia quería decirle algo a Jimena que la hiciera volver a sonreír, pero aquella Navidad los sentimientos andaban algo faltos de palabras.

En la calle, las luces volvían a brillar una noche más. Los niños y sus padres reían tanto y tan fuerte que ahogaban los sollozos de quienes se acurrucaban en los rincones ocultos de la tristeza.

A Carlos le gustaba una niña de clase. Era el más rápido de todo su curso, pero aquello no fue suficiente para llamar su atención. Ella era más… Otra cosa. No se fijaba en las carreras. Carlos la veía mirar el aire de una forma extraña. «Es por la música», le explicó ella. Su padre era músico, bailarín y le había enseñado que cada personas era como una canción. Así que ella, cuando miraba a sus compañeros, distinguía claramente las notas flotando alrededor de ellos. Les veía bailar su propia canción y, por el ritmo o la armonía con que lo hacían, podía saber cómo estaban.

El papa de Carlos no era bailarín ni músico, ni sabía nada de las personas canción.

Poco antes del desfile de reyes, todos los barrenderos salieron a la calle para limpiar la ciudad. Uno de ellos se dio de bruces con Osito y a punto estuvo de meterlo en un cubo con el resto de basura. Desastrado, como estaba, no parecía nada especial, pero el barrendero llevaba muchos años en el oficio. No sabía nada de magia, de cuentos, de aventuras ni de risas, o al menos no era un especialista en nada de eso. Él, de lo que sabía, era de basura y aquel Osito no lo era. Nada que fuera basura podía tener tanto amor encerrado en unos ojitos de plástico. Si acaso, había tenido un mal día.

El basurero rescató a Osito y decidió darle un lavado de cara. Le puso un par de botones en el pecho, como si llevara un traje, y limpió sus patitas con esmero. También saco brillo a sus ojos para que se le viera mejor el amor y peinó cuidadosamente su pelaje para que volviera a estar suave.

Un día después, se lo regaló a su hijo Carlitos, que corrió muy rápido por la calle para poder llevárselo lo antes posible a Natalia. Quería demostrarle que su papa también sabía hacer magia. En cuanto lo vio, Natalia pudo ver con claridad la música de Osito, que era capaz de abrazar siendo abrazado, y se lo cambió a Carlos por un beso en la mejilla. Jimena no dijo nada, pero sonrió a Natalia cuando ella le regaló el peluche y ya siempre fueron amigas. Cuando Marcos fue a buscar a su hija a casa de los abuelos, les preguntó por aquel extraño osito de peluche que se empeñaba en llevar de un lado a otro. Ellos intentaron contarle la historia, pero ni siquiera la conocían entera. Aquella noche, Jimena abrazó a su padre y le regaló a Osito. Él lloró y por fin tuvo fuerzas para asumir su propia debilidad.

Martín respira profundamente mientras observa los copos de nieve caer al otro lado de la ventana, con los ojos repasando cada palmo de suelo en busca de algo. Su mujer le besa en la mejilla. Se enamoró de él un día de nieve. «A veces tu mirada es la de un niño perdido», le explicó ella una noche después de hacer el amor. Se quedó pensativo un rato y la abrazó muy fuerte para asegurarse de que seguía con él. «Creo que no es exactamente eso».

8 respuestas to “Osito y Martín”

  1. Mantenido Says:

    Buena época para retomar el blog.

  2. Infinito Says:

    ¿Gracias? por volver.

    Visto así, sé de un tigre que quizás ha encontrado otras sonrisas.

  3. Por fin! Gracias por la vuelta.

  4. ¿¿¿Tiraste el tigre???

  5. Eiruceiram Says:

    Por fin una buena noticia, has vuelto!!!!… Tengo 2 opciones, echarte una “regañina” por tardar tanto o darte las gracias por volver… En fin, me sale sólo, gracias.

  6. Infinito Says:

    Lo de Raya fue una especie de accidente. Misterio sin resolver.

  7. trostky Says:

    Grandérrimo regreso.

  8. Ni fu ni fa… a ver si el siguiente está un poquito mejor

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